martes, 28 de febrero de 2012

El Realismo: Luis Ricardo Falero

Luis Ricardo Falero fue un pintor español del siglo XIX. Estudió en Richmond, Inglaterra, y en Francia, donde desarrolló una habilidad tremenda en la pintura de diversas figuras femeninas, basada en lo fantástico y en lo oriental, destacándose obviamente en los desnudos.

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No queda claro dónde narices nació Luisito Ricardo Falero, (Ricardo es apellido) unos dicen que en Toledo y otros que en Granada. Tampoco importa mucho, la verdad, aunque sí parece que fue en 1851. Era un niño listo, prodigio decía mamá porque le gustaban los dibujos que hacía, y ya se sabe que que es más fácil ser prodigio cuando tus padres tienen una fortuna considerable, como era el caso. Tanta fortuna que se deshicieron de él a la primera de cambio y le mandaron a Inglaterra con siete años a estudiar interno en el Richmond College, donde le dieron clases de inglés y de acuarela. Si me hacen a mí éso, les mato. Con 9 añitos, el pobre, le mandaron a continuar sus estudios de pintura en Paris, pero al parecer papá cambió de opinión y dijo que el niño tenía que hacerse marino y meterse en la Armada española. No sé con qué edad entró, pero salió de ella zumbando con 16 y se volvió a París con la promesa de hacerse un hombre de provecho, osea que nada de ser pintor. El chico se puso a estudiar Ingeniería técnica de química y mecánica, pero algún experimento debió explotarle en la cara, o cosa parecida, porque sin mediar permiso decidió dejar la ingeniería y dedicarse por entero a la pintura, así que se largó a Inglaterra y se asentó en Londres, ciudad en la que se quedó a vivir.

Nada reseñable, diréis. Ciértamente nada anormal, fuera de su evidente gusto por pintar tetas y culos de cuanta fémina se prestaba o alquilaba, lo que hacía estupendamente y hasta consiguió cierta fama en ello. Además era aficionado a la astronomía y a las brujas e hizo algunas obras memorables como esta que estudiamos hoy, de 1878. Pero el año de su muerte, en 1896, cuando tenía 45 años, fue procesado por una denuncia de Maud Harvey, una empleada suya, quien le acusó de despedirla tras haberse quedado embarazada de él. Al parecer Maud trabajaba primero como empleada de la limpieza en su casa y luego como modelo del artista. Luis Ricardo fue condenado a pagarle una pensión de seis chelines cada semana en concepto de pensión, con lo que quedaba reconocida su negada paternidad.


Luis Ricardo Falero: La Exaltación del Desnudo Femenino por Rodrigo

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En la obra de Luis Ricardo Falero lo que no sea resaltar la espléndida y voluptuosa anatomía del cuerpo femenino está de más. Pocas veces representa a la mujer apenas cubierta por velos gaseosos, la transparencia del agua, o las sombras; muchas menos la ofrece vestida; nunca la vestimenta la oculta, siempre sugiere.
El sujeto y el objeto para este pintor español educado en Londres y París es, invariable, obsesivo, omnipresente, el cuerpo desnudo de la mujer. Un cuerpo, ciertamente, exaltado pero no irrealmente idealizado (como sucedería en Bouguereau, pintor más dotado, más profundo, más academista). Los cuerpos que Falero pinta son rotundos, muy femeninos, poco hay en ellos de idealización, es decir, de sugerencia al intelecto; son, antes bien, cuerpos que destilan la sensualidad de lo mórbido, de la carne naturalmente representada (y aquí carne no se utiliza con la acepción de mero objeto material, sino con la mayor de las cargas sensuales que la consistencia cálida y sugerente del cuerpo femenino pueda tener). La rotundidez de la forma actúa directamente sobre los sentidos, los estimula desde su explícita presentación, no necesita la artimaña de la sugerencia: los cuerpos hablan solos (ya los rostros sonrían pícara o francamente, ya se muestren inquietantes, eso es subalterno ante la línea depurada de las curvas voluptuosas que dicen más, en este caso, que los rostros).
Bien es cierto que todos esos cuerpos están bien formados, siguen el patrón de lo bello, de volúmenes redondeados, sinuosos, esplendorosamente turgentes, pero nada que se separe del canon de lo posible real. Solo que Falero lo utiliza y repite hasta la saciedad insaciable. Así en su Visión de Fausto o en la Salida de las Brujas, los cuerpos se repiten adoptando todo tipo de posiciones, escorzos, perspectivas, como queriéndonos presentar a una única modelo en todas las situaciones posibles. A ello ayuda una excelencia encomiable en el dibujo que raya en la perfección.

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Hay en el arte de Falero una cierta tendencia, casi una premonición, de las pin-ups que tanto prosperarían ya entrado el siglo XX; lo que no es el caso -por seguir con la comparación- de Bouguereau. Si ambos trataron la figura femenina con predilección y admirablemente bien, en el segundo su formación y carácter academista hicieron que, si bien la mujer ocupa un lugar preferencial en su obra, no es exclusiva, como sucede en Falero. En Bouguereau lo que se dice es tan importante a cómo se dice, los rostros son más expresivos, las actitudes algo menos dinámicas (poco, no obstante) pero más dramáticas, y sobre todo, hay más detalle y refinamiento en los entornos, los fondos cobran importancia esencial en lo representado. Para falero, el entorno es anecdótico, solo sirve para establecer un contraste cromático con la luminosidad de la piel, con la definición de la curva, con la profundidad del volumen. Así en sus series estelares, en que aparecen los cuerpos suspendidos en el vacío, el fondo es negro o matizadamente blanco, en un caso reproduciendo el cielo estrellado, en el otro proponiendo un éter beatífico y nebulosamente imaginario. Esos cuerpos, entonces, presentados de esta forma, son aún más protagonistas; esos cuadros no contienen más historia, ni tienen más pretensión, que traernos a las mientes del placer -tanto estético como físico- la belleza del cuerpo de la mujer (cuando es bella, recalco). Incluso en las mujeres orientales (tema de moda en la pintura del siglo XIX), de formas más naturales, hay una transpiración placentera de belleza incontestable. Lo que está claro para el pintor granadino es que él intenta una y otra vez representar el Eterno Femenino que late en toda mujer, captarlo y presentárnoslo de las más sugestivas maneras, en las más variadas actitudes, desde todos los ángulos y puntos de vista, como queriendo recoger y plasmar las múltiples sugerencias que en la contemplación de la mujer se producen en el alma del hombre (o de otra mujer). Una mujer desnuda, por supuesto, libre del engaño y la ocultación que clama al intelecto: habla Falero de contemplación, no de excitación (ésta puede ser más poderosa con la sutileza del enmascaramiento, pues apela a la imaginación del que contempla), de satisfacción en la observación pasiva (o activa) de la imagen bella, no precisando, para ello, de otros medios que el prodigio de una fidelidad estilística que lo coloca en el límite entre lo natural real y lo natural ideal que habita el pálpito virginalmente libidinoso de lo femenino.

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Hay también un no disimulado sesgo simbolista en su temática: lo mágico, lo imaginario, lo astrológico, lo mitológico, lo mítico,... pero todo, siempre, expresado a través del desnudo femenino. Si el tao nos habla de dos principios (yin y yang) como esencia de la dualidad entramada en lo existente, Falero se detiene en el yin, lo femenino, dejando el yang exclusivamente del otro lado del cuadro: en el que contempla... o de este lado del cuadro: el que plasma, el que pinta, el que extrae la impresión y la hace forma. Así el desnudo femenino propuesto en el cuadro (yin) es el puente que religa la impresión de un hombre (yang) determinado, con la impresión suscitada a su vez en todos los hombres espectadores de ese cuadro: el desnudo propuesto.

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Código universal, el cuerpo desnudo de una mujer, porta toda la carga emocional con que la vida se nos muestra: es la primavera -la ilusión reverdecida-, pero también el verano -la pasión voluptuosa-, es el sueño y la posibilidad, el placer y la satisfacción, es el presente eternizado en un futuro inabarcable, es el futuro que se presenta inasequible, por más que colme el deseo: en esos cuerpos que Falero nos ofrece late la promesa que nunca se termina de cumplir, porque en ella reside el motor de la vida del hombre, que es mucho más que la perpetuación de una especie material, orgánica. En esos cuerpos vagamente ideales, turbadoramente cercanos, se encarna -voluptuosidad de por medio- el alma de la humanidad que desde el lienzo nos susurra al oído, con fascinante y provocadora intimidad, el más excitante de sus secretos.

Por eso Falero nos presenta estrellas encarnadas en mujeres, hadas oníricas, brujas vampiresas, seres imaginarios más producto de ensoñaciones que de pesadillas, o retrata esas odaliscas que se atienen a su original y verídica fisionomía (caderas anchas, cabello fosco y esponjado, cierta dureza en la mirada oscura, rostro de carácter semítico -las bocas siempre bellas), intenta siempre provocar en el espectador la turbación jubilosa, una sensación de bienestar incluso en lo ominoso (siempre, el mal, porta la promesa del placer en sus entrañas). Es un mundo sensualmente paradisíaco adrede. Quizá no haga -el pintor- otra cosa que traspasar al lienzo la imagen del espíritu de las cosas -de la mujer, del yin-, sublimando la materia a través de un artificio que acaso nos acerque la Realidad de forma más eficaz que la simple apariencia. La mujer como regocijo, como ocasión de complacencia, en la contemplación: ¿acaso no lo es?. Falero no miente ni se miente: representa un sentimiento, el de tantos, el de lo masculino -el del yang-, ante la presencia de lo femenino -el yin-; si lo hace desde su perspectiva más amable y deseable, es algo que debemos agradecerle. Otros hay que se encargarán (de forma magnífica también) de presentarnos otras caras de la realidad, otras perspectivas menos halagüeñas, haciendo, no obstante, de la aparente fealdad (o de la imagen del horror), Belleza.


De novia con el Diablo y manoseada por Dios por Patricia Rodón

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A lo largo de la historia siempre hubo personas o instituciones que se arrogaron el privilegio de distinguir entre lo normal y lo anormal, lo santo y lo diabólico y lo sano y lo enfermo como si esas categorías existieran en algún orden moral supremo.
Y si se era mujer se estaba constantemente en la mira y lo más probable era que el temido dictamen final para las chicas fuera el de anormal, diabólica y enferma.
La Iglesia siempre ha tenido una enorme debilidad por el sexo femenino, de ha ahí que para distinguir entre las auténticas místicas y las novias de Satán, por ejemplo, estableció una suerte de clasificación.
Las pseudomísticas no eran más que locas (más tarde fueron llamadas histéricas) que caían en trance por una alteración nerviosa y debían recurrir a un médico; las falsas místicas sufrían un estado de alteración por una intervención claramente diabólica, por que era perentorio someterlas a un exorcismo.
Y las místicas auténticas eran quienes caían en trance y sufrían un estado de alteración pero por obra y gracia de Dios; estas damas privilegiadas debían ser investigadas rigurosamente teniendo en cuenta una posible canonización.
Para los hombres de la Iglesia las diferencias entre estas tres condiciones “naturales” de la mujer era difícil de establecer porque todas compartían una extraña conducta: podían vivir sin alimentos.

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Durante la Alta y la Baja Edad Media y el Renacimiento, el mundo cristiano creía firmemente no sólo en el poder del demonio, sino en su capacidad de corporeizarse, de “tomar” las almas de los distraídos y de firmar pactos diabólicos con las siempre intrigantes y lujuriosas brujas. Para ellos cuando la excomunión no alcanzaba, por eso aplicaron todo tipo de torturas y vejaciones de camino a la hoguera.
Las brujas quedaron oficialmente ligadas al demonio a partir del Concilio de Letrán, en 1215, que las ratificó como, digamos, sus secretarias terrestres encargadas de llevar a cabo a sus ritos, sus engaños, sus terribles maleficios y, por supuesto, sus tentadoras orgías.

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¿Cómo hacían para detectar y, sobre todo, diagnosticar tan “juiciosamente” a las brujas? Porque el cuerpo de esas secuaces del diablo era revisado centímetro a centímetro, a conciencia, como en una tomografía de dios, digamos, pero con manos humanas, hasta encontrar el llamado “estigma diabólico”, una marca profunda de color rojo escondida en algún recóndito lugar del cuerpo.
Los santos hombres de la Iglesia no se privaban, en su misión divina, de tocar, manosear y violar –había que encontrar el revelador “estigma diabólico” con cualquier herramienta, incluido su pene- a cuanta mujer fuera acusada de brujería. Además, estaban las terroríficas torturas a las que eran sometidas las sospechosas sólo porque no comían y al estar mal alimentadas, padecían de alucinaciones.
Mediante la tortura, los inquisidores buscaban obtener la confesión de ese goce inenarrable que sólo se manifestaba con la extrema privación. Estos hombres querían saber a toda costa qué sentían las mujeres poseídas por el Diablo durante sus arrebatos y para arrancar este secreto, en las sesiones de tortura no habrá límites para los hombres de la Iglesia, que harán pedazos los cuerpos de las mujeres en el afán de averiguar de qué están hechos y dónde se alojaba su misterioso poder.
Especialistas en este tema aseguran que en los libros de la Inquisición no hay ninguna descripción del aspecto físico de las brujas; únicamente se mencionan los buscados “estigmas diabólicos” que sólo la sabia mirada y las ardientes manos de los inquisidores podían detectar.
Al mismo tiempo, tenían una estricta “lógica” para acusar de brujas a bellas y seductoras jóvenes. Sostenían sin el menor pudor que era muy sencillo para el demonio encontrar brujas o crearlas, porque tanto las buenas mujeres como las malas eran más crédulas, influenciables y lascivas que los hombres, de ahí que las mujeres fueran el blanco principal y el arma elegida por el Maligno.

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La Iglesia, y con ella todos los buenos cristianos, creía y afirmaba que la brujería tenía su origen en el insaciable apetito sexual de las mujeres por lo que debían recurrir a los demonios para satisfacerlo. Los inquisidores sostenían que la infidelidad, la lujuria y la ambición eran los grandes tres vicios de las mujeres que había que combatir o controlar a toda costa.
Si sobrevivían a las minuciosas torturas y las secretas “orgías santas” en los sótanos y celdas de los monasterios; si por alguna extraña razón esquivaban el fuego final de la hoguera, y no perdían la razón en el tránsito, aquellas apetecibles y hermosas jóvenes, se convertían en esas ancianas flacas, malvadas y decrépitas que recogió el imaginario popular primero y luego la literatura infantil tradujo para la modernidad a través de los cuentos tradicionales.
Y todo, por un poco de sexo sádico.

ENLACES/FUENTES:
http://eldibujante.com/?p=7881#more-7881
http://consentidoscomunes.blogspot.com.ar/2012/02/luis-ricardo-falero-la-exaltacion-del.html
http://www.mdzol.com/mdz/nota/301402

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